Es frecuente escucharte decir que Occidente no
conoce a sus niños.
Pedro García Olivo, escritor. Para conocer al niño es preciso observarlo. Desde hace tiempo, la
lógica occidental de auto-conservación personal y familiar casi obliga a una
separación/delegación de niño: se deja en manos de los abuelos, de los vecinos,
de las guarderías y escuelas particularmente. Los padres, absorbidos por la
dinámica productivista-consumista que los fuerza a trabajar, y a desear
trabajar, más allá de lo que su hijo demandaría para ser comprendido, se
entregan a las instrucciones de uso de la vida (G. Perec), al muy
dictado “modo de empleo de los días”; y ello determina que ni vean ni conozcan
a sus hijos. Los occidentales no conocen a sus niños, porque la sombría
organización de lo real apenas les deja tiempo para mirarlos.
Cuando los adultos de los colegios creen observar al niño, en
realidad es más bien un recluso o una marioneta lo que perciben:
someten al menor a un conjunto de reglas, de disciplinas, que impiden su libre
manifestación, su expresión espontánea.
El “estupor” ante lo que un niño llega a ser capaz de hacer, como el
crimen en la novela de Mishima (El marinero que perdió la gracia del
mar) y en la película de Haneker (El vídeo de Benny), no
aparece, desde este punto de vista, como una demonización de la infancia,
sino como una acusación contra el Sistema que, alejando a los padres de sus
hijos (guardería, escuela), metódicamente los elabora de conformidad consigo
mismo, buscando un reflejo de sí mismo: muerte, estupro, horror.
En varias ocasiones, también comentas que los maya creen que el niño es un extranjero.
El concepto maya histórico, tradicional, de los recién nacidos es
hermoso: “nos ha llegado un extranjero”. Este pueblo oral indica, de esa
manera, que, en cierto sentido, los niños “llegan llenos”. Es preciso
contemplarlos, mirarlos sin cesar, abrir ante ellos las escotillas de todos los
sentidos, para aspirar, andando el tiempo, a entenderlos y a establecer entonce
un diálogo, aprendiendo de ellos y enseñándoles. Occidente prefiere pensar que
los niños “nacen vacíos”, para justificar así el trabajo “demiúrgico” de los
educadores: se requiere “formarlos”, completarlos, colmarlos...
Es evidente que los niños ni llegan llenos ni llegan vacíos, que algo traen y que algo les añade la sociedad (A. Heller, de un modo quizás
un tanto didáctico, distinguió entre carácter psíquico y carácter moral: en
el primero se manifiesta la genética y, a su través, la historia; en el segundo
se impone la influencia del ambiente socio-cultural y el margen, mayor o menor,
que queda para la auto-educación).
Pero cuando las comunidades indígenas,
como las rural-marginales o las nómadas, depositan el énfasis en lo que el
niño trae, y nos dicen que está lleno, apelan de este modo a la necesidad
de observarlo, de estar con él, de permitir que se desenvuelva con libertad,
con espontaneidad —apelan a la comunicación, desde
el respeto, y a al deseo de aprender en primer lugar, dejando entre paréntesis
la posibilidad de enseñar. Y cuando las sociedades occidentales prefieren
representarse al niño, mayormente, como un recipiente que llenar, un campo de
trabajo, una labor por desplegar, están avalando, en lo implícito y en lo
explícito, una tarea de avasallamiento moral, de reforma pedagógica de la
consciencia, en una línea temiblemente eugenésica, despótico-ilustrada, en la
que late visiblemente “el principio de Auschwitz” (lo que no sirve,
en el conjunto de los aspecto portados por el sujeto, será eliminado).
En el texto, ¿Para qué nos sirven los extranjeros?de Jorge Larrosa, en un determinado momento se da cuenta de que esta misma idea
se puede aplicar a la infancia, a los niños. El niño sirve hoy en día, al hilo
de este texto, para
"incrementar lo que tenemos y no para inquietar lo que somos".
En mi opinión, el sujeto adulto occidental padece una patología altericida:
no es capaz de ver al otro, de comprender al otro; y aprovecha siempre la ocasión
de un encuentro con la alteridad para justificarse, legitimarse, glorificarse.
A ello se refería E. Dussel, con aquel título rotundo de su libro: 1492:
El encubrimiento del otro.
En segundo lugar, aniquila o asimila a esa otredad que no es capaz de
entender.
Los antropólogos euro-americanos estuvieron en
todas partes para repetir una y mil veces que, fuera del Sol occidental, todo
era primitivismo, salvajismo, carencia, déficit. Y nuestros psicólogos
se han enfrentado del mismo modo a la niñez: no se le reconoce dignidad en sí
misma, valor ético-ontológico, entidad propia, sino que se la interpreta como fase, transitoriedad, especificidad pasajera.
Así lo postula la
psicología evolutiva, para sancionar, una y mil veces también, la superioridad
del hombre maduro, del adulto, de ese hombre racional que se racionaliza
y celebra a sí mismo sin descanso, enterrando todo cuanto apunta en otra
dirección: lo insensato, lo imprudente, lo inútil, lo gratuito, lo absurdo,... Sacrificando, pues, aquellas actitudes y aquellos
comportamientos que el sujeto adulto racional vislumbra y teme en la alteridad
arrostrada por sus propios retoños...
Me gusta, recordar, en este punto un texto tan bonito como provocador de
E. M. Cioran: Los peligros de la sensatez, en donde nos habla ahí de esos locos que tememos ser y que aborrecemos ver en los niños.
En esta misma idea de
asimilación o domesticación, ¿estaría incluida la crítica de Illich acerca de
que un niño es una persona a la que disfrazan, visten diferente, como un
payaso?
Por un movimiento complementario, así como nos negamos a estar con el
menor y a ver al menor, nos sentimos conminados a reinventarlo, a hacerlo
otro, a re-forjarlo, a separarlo de nosotros también en lo empírico y
asignarle una “identidad” postulada: inventamos, en efecto, como decía Illich,
la niñez.
El niño es un engendro de la sociedad industrial capitalista, de la burguesía en el poder. Los hijos de los campesinos pre-capitalistas, como también
de los nobles medievales, o de los indígenas, rural-marginales y gitanos
tradicionales, no eran niños, sino hombrecitos de corta edad, personas de
poca estatura. Vestían, trabajaban y eran ahorcados como sus padres, nos
recuerda Illich. En su opinión, se fragua la abstracción de la niñez,
y se especifica como entidad jurídico-política, con derechos asignados (no
trabajar, cierta exculpación ante los tribunales, reclusión en los
colegios,...), a la vez que se marca visualmente, con prendas particulares de
vestir y otros signos caracterizadores, para legitimar la exigencia del aparato
socializador, del trípode occidental de educación administrada: escuela,
profesores, pedagogía. Porque hay niños, y está claro empíricamente que son
niños, pues visten como niños y su aspecto es el aspecto de los niños (el
aspecto que los padres, siguiendo la convención social, imponen a sus hijos),
debe haber Escuelas como el lugar natural para que se formen y aprendan.
Allí donde no se daban los niños, y solo había hombres de corta
edad, lo señalaba Montoya para los gitanos y Molina Cruz para
los indígenas, esta gentecita aprendía jugando en el trabajo.
Qué lugar ocuparía entonces,
la escuela en este planteamiento.
De la mano del Capitalismo (con su
fundamentalismo ideológico liberal, su democracia representativa, su sociedad
fracturada, su mercado y su propiedad privada), la Escuela se globaliza.
Bajo
el esquema de las pedagogías blancas interculturales, tiende a instaurarse un orden educativo mundial, en términos de Meyer, que universaliza el
carácter-niño para los menores y la Subjetividad Única como modalidad
planetaria de alma, de espíritu. Algo peor que el Pensamiento Único: un mismo tipo
de hombre meramente ejemplificado a lo largo y ancho de todos los
continentes.
La Diferencia caracteriológica, subjetiva, que conllevaba de por
sí una nota de peligrosidad, de amenaza para nuestras certidumbres, se disuelve
en Diversidad amable, inofensiva. Quizá parezca apocalíptico, pero, de un
tiempo a esta parte, pensando en esa homologación terrestre de las
sensibilidades y de los comportamientos, me siento impelido a concluir, como ya
se ha escrito, que el experimento Hombre ha fracasado.
Alice Miller |
Qué
posibilidad tiene la infancia de ser
en nuestras sociedades.
La
infancia siempre será: pero será al modo de una ventana cerrada, sellada,
por la que no se permite mirar y, aunque estuviese abierta, ya nadie querría
mirar. El destino de los pequeños ha sido trazado por el Estado y por los
mayores estatalizados, por el Mercado y los mayores mercantilizados, por el
Sistema y los mayores sistematizados. Perdona, Maribel, pero me enfrentas a
mi pesimismo sustancial: Occidente es un moribundo que mata y lleva siglos
asesinando a la infancia. La infancia dejará de ser, se resolverá en lamentable madurez, en triste vida adulta.
No quiero decir con esto que, necesariamente, resida en la infancia un nódulo puro, salvífico, benefactor, aplastado por la policía social de los
padres, de la escuela, de lo dado. No me apunto ya a un idealismo paidocéntrico... Mi pesimismo deriva de un análisis de la relación que
nuestra cultura establece con la alteridad, en su exterior y en su interior;
deriva del modo en que el occidente capitalista somete a la infancia a un
conjunto coordinado de antropotécnicas, en expresión de Sloterdijk, o técnicas del hombre, como las nombraba Ellul. Opera toda una antropotecnia para no ver, para no oír a los pequeños hombres; y, más allá,
para amoldar, para modelar su talante plural, para uniformar el paisaje
humano.
¿Hacia dónde mirar,
entonces, para renovar la mirada sobre la infancia, los niños?
Yo he querido volver mis ojos hacia lo que no somos, hacia donde no
estamos o estamos menos. He procurado asomarme a los márgenes, a los “residuos”
o “impurezas” del proceso de civilización, por expresarme en los términos de N. Elias.
Me interesó, y me sedujo (¿por qué negarlo?), el mundo de las comunidades
indígenas anti-liberales y anti-capitalistas, que cada día son menos y lo son
en menor medida; el entorno rural-marginal occidental, en acelerado proceso de
desaparición; la cosmovisión de los grupos nómadas, el pueblo Rom
particularmente, que está a un paso de enterrar para siempre su idiosincrasia
histórica. He sonreído con todo mi cuerpo, con todo mi ser, ante esas
personitas indígenas, rural-pastoriles y gitanas. No las olvidaré nunca; y me
reconforta saber que, en la medida en que me conocieron, tampoco me olvidarán
enseguida.
Si tuviera que confeccionar una lista de la excelencia humana, de la
plenitud y de la dignidad humanas, colocaría arriba, en primer lugar, lo siento
así de corazón, a los niños zapotecas de Oaxaca que fueron mis hermanos
mientras cooperé con su padres, a mis ex-alumnos pastores de esta montaña
valenciana, y a los diablillos gitanos que conocí y junto a los que trabajé,
cuando yo era asimismo un menor, en las faenas agrícolas de recolección del
sureste peninsular.
Los niños al uso, los niños-estándar, que también he
conocido, sobre todo en mis últimos años de docencia, tan parecidos al fin a
sus padres integrados, pequeños monstruos en potencia, ciudadanos normales en
germen, víctimas culpables, sin duda, como diría Nietzsche, no solo no
me gustaban: me daban miedo.
Al hilo de este intento de
otra reflexión, otro ángulo, acerca de la infancia, ¿qué autor consideras una
aportación?
Cuando uno es joven y necesita afirmarse, lee a menudo para negar,
para cuestionar, para rechazar. Ya no es mi caso: me acerco a los libros
como a “cajas de herramientas”, que decía Deleuze, y encuentro cosas
valiosas en textos muy heterogéneos, de muy distinto signo ideológico...
Con todas mis diferencias en los puntos de partida, sigo estimando la
obra de Alice Miller (Por tu propio bien, especialmente); he
comprendido el horror de Mishima ante los niños de la sociedad-bien;
disfruté con la película anti-escolar de Jean Vigo (Cero en conducta);
me solidaricé con la intención —y no
tanto con el resultado— de Truffaut en Los
cuatrocientos golpes; me emociona el papel de la infancia en el cine iraní
que no se arredila ante los patrones occidentales; vibro con los gitanillos que
asoman en la literatura romántica, y me acuerdo ahora a propósito de Víctor
Hugo, de Rilke, de Pushkin,... Y hay un autor, poco conocido
en Europa, pero muy estimado en América Latina, Estanislao Zuleta, a
quien debemos un artículo extremadamente sensible ante las complejidades de la
adolescencia: Los jóvenes y la crisis actual. Te respondo un poco a bote
pronto: tiendo a olvidar los textos que he asimilado, y que ya forman parte de
mi ser, por lo que dejan de ser citables para mí.
Esta entrevista está recogida en el libro,
Sobre los niños
Maribel Orgaz
Editorial Bercimuel